Se acercaba la noche.
El calor del día había sido sustituido por una noche más fresca. Todos los seres vivientes finalmente respiraron con alivio.
Las plantas y los animales se preparaban para dormir. Los omnipresentes mosquitos salían a dar su paseo vespertino.
Mientras tanto, el viejo dandelion decidió tener una charla con sus nietos, pequeños dandelioncitos, antes de dormir.
— Los viejos dientes de león decían que uno de los mayores valores de la vida es el derecho a elegir el propio camino y la acertada dirección del viento. Te digo que todo esto es condicional. El valor principal es la hojita paterna que crece a tu lado.
Los dandelioncitos se miraron sorprendidos.
— Abuelo, ¿por qué la hoja de un padre tiene tanto valor? — preguntó un dandelioncito.
— No importa. Lo entenderéis cuando llegue el momento, — refunfuñó el abuelo. «Sí, es demasiado pronto, son todavía niños», pensó el abuelo dandelion, y dijo en voz alta:
— ¡Venga, a la cama! Ya es tarde.
El dandelioncito no podía quitarse de la cabeza las palabras del abuelo y tampoco podía dormir:
— Abuelo, dime, dime de qué estabas hablando. ¿Qué significa todo esto? ¡Venga, porfa, comparte tu sabiduría!
— Sabiduría… o necedad… -respondió el abuelo misteriosamente, sin abrir los ojos.
— ¿Me lo vas a decir? — El nieto no se rendía.
— Bueno, escúchame, — el dandelion bostezó y sin prisa comenzó la historia.
En la pintoresca ladera de una montaña vivían unos dientes de león. Estas benévolas criaturas fueron mimadas por el aire limpio y el incesante cuidado maternal del Sol.
En abril, en cuanto se derritieron las primeras nieves, los pequeños dandeliones todos a la vez se abrieron paso hacia la luz y ahora vivían a sus anchas. Eran admirados por los animales, los pájaros y todos los que pasaban por allí. Intentaban alcanzar el sol, regalando al mundo sus radiantes sonrisas, y cada día de todo su corazón se alegraban.
Cada mañana, con los primeros rayos de sol, uno a uno los pequeños dandeliones se despertaban con una dulce languidez, estirándose y poniéndose sus brillantes sombreros amarillos. Al atardecer, mientras se dormían, deseaban a todos los que crecían, se arrastraban, corrían, caminaban y volaban, una noche cálida y serena y dulces sueños.
Y así pasaban un día tras otro.
Tras el frescor de abril llegó el calor de mayo. Los pequeños dandeliones se convirtieron en adultos: hablaban como adultos, formaban familias y ya pensaban en tener hijos. Apenas el calor de junio se hizo notar, dando a los dandeliones la alegría de su nueva condición de padres, llegó julio, trayendo consigo su calor a la ladera de la montaña.
Pero quién más contento se puso con la llegada de julio fue el Sol. Ahora era libre de expresar sus sentimientos maternales y abrazar sin piedad a todos los seres vivos y no vivos, enviando interminables torrentes de su amor a la Tierra.
Los dandeliones, en cambio, no notaron los cambios en la naturaleza. Se concentraron en los niños. Tenían que explicar a sus hijos las leyes de la vida en la ladera de la montaña, los peligros, el respeto a los vecinos y enseñarles todo lo que ellos mismos sabían.
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